miércoles, noviembre 21, 2007


Me subo a uno de los dos radiotaxis que llamamos con mis amigas. "Yo me llevo la mejor", dice ostentosamente el señor que manejaba, al instante de haberme subido y sin motivo aparente. Yo me rio, porque en verdad le doy la razón, pero no digo nada. Luego de indicarle mi destino, el hombre señala lo cerca que vivo de una heladería a la que él justo pensaba dirigirse. Pienso en su mujer cuando remarco: "Sí, yo también tenía ganas de tomar helado, pero no hay que darse el gusto todos los días". Y me siento bien, afianzando mi rol de brujilda. "Es que comí una pizza con los muchachos..." "Y necesitaba algo para bajarla", completo yo, y bue, le festejo. A fin de cuentas, su colesterol no es asunto mío. Mientras él sigue hablándome y haciéndome chistes todo el viaje, feliz de que una mujer (madre, esposa, hija o pasajera) haya aprobado su insalubre helado, yo pienso en las pequeñas peculiaridades que engloban a su género. "Hoy está llena de gente la calle, ¡no sabés cómo está el centro! Llena de extranjeros... no entiendo nada, hablan en quechua". ¿En quechua? Qué interesante, lo mismo debían pensar los primeros extranjeros que llegaron a América de nuestros antepasados (aunque ellos estaban en lo correcto). Y yo, que vengo de tener una discusión sobre el "choque de culturas", sobre la incidencia que podemos tener cada uno de nosotros en el "avance del progreso" o en el "retroceso de la civilización", me quedo pensando. "Sabés, piba, tengo ganas de hacer un cursito de esos de inglés, ¿viste? Para aprender lo básico, porque ellos llegan acá y no te hablan nada." Pienso en el esperanto, en una lengua universal, pienso lo que debe sentir este taxista al perder trabajo y sociabilidad por la falta de comunicación. "Mi cuñada siempre me dice que ella me va llevar a hacer un curso." Después de pensar un rato, y de oponer un par de obstáculos, me dejo convencer, y le digo que sí, que después de tomar el helado, piense seriamente en aprender inglés que le va a ser de mucha ayuda.

martes, noviembre 20, 2007

De muerte y de lágrimas

Ayer vino Ramón con su hijo pequeño que tiene esa edad crítica en la que no se es ni chico ni adolescente. El niño parecía preocupado por algo y se paseaba por la casa como quien no aguanta las penas. Mientras Ramón le ponía enduido a una de las claraboyas de la entrada, prácticamente lo choqué en la cocina y le pregunté divertida: "¿Qué buscás?" Me respondió bastante avergonzado (y con voz de hombre) que no buscaba nada, y siguió su calvario hacia el otro lado de la casa. A la hora del almuerzo, me senté a comer frente a la computadora, con la bandeja en mi falda y, entre bocado y bocado, aburrida porque la computadora sin manos que la manejen no es muy compañera, escuchaba fragmentos de la conversación que padre e hijo tenían cerca mío. Oía sin mucho interés, con la mente ocupada en otra cosa, hasta que una frase de Ramón me retuvo: "No te preocupes, hijo, que en la vida todo tiene solución, menos la muerte". Mi mamá solía decirme lo mismo; pero luego ella había muerto, y a mí todavía me costaba encontrarle solución a las cosas más banales. Quedé un segundo hechizada, cavando esas capas de la memoria tan peligrosas de remover.
A la noche, estaba leyendo las crónicas de Clarice Lispector y encontré, casi textual, otra frase que solía decirme mi mamá: "con esa sensibilidad vas a llorar lágrimas de sangre". Pensé en cuánto le hubiera gustado a mamá leer a Clarice, cuánto la hubiera cambiado, profundamente. Y también pensé que, por mi parte, estaba bien haber llorado tanto por ella, y seguir llorándola, ya que había sido mamá quien me había vaticinado las incontenibles bermejas lágrimas. Y ese pensamiento me emocionó, cavando capas del corazón que hacía tiempo no removía.

jueves, noviembre 01, 2007

Jumping

Siempre quise hacer bungee jumping, se me dio la oportunidad en Costa Rica, pero nadie me apoyó y era muy caro. Así que, cuando llegué a Montezuma y nos hicimos amigas de unos ticos (costarricenses que comparten aptitudes y habilidades con los micos), que prometieron llevarnos a los lugares más inexplorados, no dudé en seguirlos. Luego de atravesar selvas y colgarnos de lianas (tarzanas de ciudad apasionadas) arribamos a una pequeña laguna que terminaba en una altísima cascada de rocas resbalosas, absolutamente tentadoras. Estuvimos largo rato pensando, acercándonos al borde y echándonos para atrás. La verdad que daba mucho miedo y, pese a mi ancestral línea directa medio suicida (mi papá, en sus tiempos mozos, había sido paracaidista), dudaba. Eran casi veinte metros de caída libre y lo peor era que había que preocuparse por saltar bien lejos de las resbaladizas rocas, es decir a lo ancho del vacío (nunca me llevé bien con esas funciones raras de las calculadoras: seno, coseno, tangente). ―En esos momentos, pensaba más en la anécdota de mi mamá sobre el chico que cayó en el pequeño barranco pegado a Playa de los Ingleses (como solían llamarla), que en la velocidad a la que podía caer, y por ende, golpear el agua desde veinte larguísimos metros―.
Luego de mi condición baladí ("si uno de ustedes se tira, y vive, yo me tiro"), saltamos sucesivamente el tico, una amiga que casi se rompe el cuello y yo. La caída fue eterna. Recuerdo que los primeros segundos apenas alcanzaba a pensar en lo lejos que finalmente había podido saltar sin tomar envión (a lo ancho, aclaro de nuevo). Cuando la caída fue perpendicular al piso, se me hizo imposible contraer el cuerpo, prepararlo para el impacto. Y así caí, como me enseñó mi papá, con las piernas a noventa grados y la cabeza pegada al pecho: así caí, como un buen paracaidistas, pero en el agua. El impacto me dejó atontada. La sumersión fue eterna. Recuerdo que miraba hacia la superficie y sólo veía alejarse el sol. Traté de bracear, porque no sentía las piernas. Y cavé con mis manos el agua. Hacia arriba. Para salir. Respiré y grité que no podía moverme (flotar sin patalear era una novedad). Alguien se acercó y mi amiga me palpó las piernas. Un dolor sordo (sórdido), constante, posesivo me llenaba; aún había más: y lloraba, y reía, y gritaba. Ramitas de las profundidades me habían rasguñado un poco la piel, pero lo peor fueron las piernas: parecía violada. Un enorme y negro moretón me invadía la parte trasera de los muslos. Traté de erguirme fuera del agua, me temblaban todos los huesos. El pensamiento se detuvo un instante: y lloré, y reí, y grité. "¡Estoy viva!"
(Todavía me esperaba la subida.)